La vuelta del Martín Fierro, Canto IX
De ella fueron los lamentos
que en mi soledá escuché;
en cuanto al punto llegué
quedé enterado de todo;
al mirarla de aquel modo
ni un istante tutubié.
Toda cubierta de sangre
aquella infeliz cautiva,
tenía dende abajo arriba
la marca de los lazazos;
sus trapos hechos pedazos
mostraban la carne viva.
Alzó los ojos al cielo
en sus lágrimas bañada;
tenía las manos atadas;
su tormento estaba claro;
y me clavó una mirada
como pidiéndomé amparo.
Yo no sé lo que pasó
en mi pecho en ese istante;
estaba el indio arrogante
con una cara feroz:
para entendernos los dos
la mirada fue bastante.
Pegó un brinco como gato
y me ganó la distancia;
aprovechó esa ganancia
como fiera cazadora,
desató las boliadoras
y aguardó con vigilancia.
Aunque yo iba de curioso
y no por buscar contienda,
al pingo le até la rienda,
eché mano, dende luego,
a éste que no yerra fuego,
y ya se armó la tremenda.
El peligro en que me hallaba
al momento conocí;
nos mantuvimos ansí,
me miraba y lo miraba;
yo al indio le desconfiaba
y él me desconfiaba a mí-
Se debe ser precavido
cuando el indio se agasape:
en esa postura el tape
vale por cuatro o por cinco:
como el tigre es para el brinco
y fácil que a uno lo atrape.
Peligro era atropellar
y era peligro el juir,
y más peligro seguir
esperando de este modo,
pues otros podían venir
y carniarme allí entre todos.
A juerza de precaución
muchas veces he salvado,
pues en un trance apurado
es mortal cualquier descuido;
si Cruz hubiera vivido
no habría tenido cuidado.
Un hombre junto con otro
en valor y en juerza crece;
el temor desaparece,
escapa de cualquier trampa:
entre dos, no digo a un pampa,
a la tribu si se ofrece.
En tamaña incertidumbre,
en trance tan apurado,
no podía, por de contado,
escaparme de otra suerte
sino dando al indio muerte
o quedando allí estirado.
Y como el tiempo pasaba
y aquel asunto me urgía,
viendo que él no se movía,
me fui medio de soslayo
como a agarrarle el caballo
a ver si se me venía.
Ansí fue, no aguardó más,
y me atropelló el salvaje;
es preciso que se ataje
quien con el indio pelée;
el miedo de verse a pie
aumentaba su coraje.
En la dentrada no más
me largó un par de bolazos:
uno me tocó en un brazo;
si me da bien me lo quiebra,
pues las bolas son de piedra
y vienen como balazo.
A la primer puñalada
el pampa se hizo un ovillo:
era el salvaje más pillo
que he visto en mis correrías,
y, a más de las picardías,
arisco para el cuchillo.
Las bolas las manejaba
aquel bruto con destreza,
las recogía con presteza
y me las volvía a largar
haciéndomelás silbar
arriba de la cabeza.
Aquel indio, como todos,
era cauteloso ... ¡aijuna!
áhi me valió la fortuna
de que peliando se apotra:
me amenazaba con una
y me largaba con otra.
Me sucedió una desgracia
en aquel percance amargo;
en momento que lo cargo
y que él reculando va,
me enredé en el chiripá
y cái tirao largo a largo.
Ni pa encomendarme a Dios
tiempo el salvaje me dio;
cuanto en el suelo me vio
me saltó con ligereza;
juntito de la cabeza
el bolazo retumbó.
Ni por respeto al cuchillo
dejó el indio de apretarme;
allí pretende ultimarme
sin dejarme levantar,
y no me daba lugar
ni siquiera a enderezarme.
De balde quiero moverme:
aquel indio no me suelta;
como persona resuelta,
toda mi juerza ejecuto,
pero abajo de aquel bruto
no podía ni darme güelta.
¡Bendito Dios poderoso!
Quién te puede comprender
cuando a una débil mujer
le diste en esa ocasión
la juerza que en un varón
tal vez no pudiera haber.
Esa infeliz tan llorosa
viendo el peligro se anima;
como una flecha se arrima
y, olvidando su aflición,
le pegó al indio un tirón
que me lo sacó de encima.
Ausilio tan generoso
me libertó del apuro;
si no es ella, de siguro
que el indio me sacrifica,
y mi valor se duplica
con un ejemplo tan puro.
En cuanto me enderecé
nos volvimos a topar;
no se podía descansar
Y me chorriaba el sudor;
en un apuro mayor
jamás me he vuelto a encontrar.
Tampoco yo le daba alce
como deben suponer;
se había aumentado mi quehacer
para impedir que el brutazo
Ie pegara algún bolazo.
de rabia, a aquella mujer.
La bola en manos del indio
es terrible, y muy ligera;
hace de ella lo que quiera,
saltando como una cabra:
mudos, sin decir palabra,
peliábamos como fieras.
Aquel duelo en el desierto
nunca jamás se me olvida;
iba jugando la vida
con tan terrible enemigo.
teniendo allí de testigo
a una mujer afligida.
Cuanto él más se enfurecía,
yo más me empiezo a calmar;
mientras no logra matar
el indio no se desfoga;
al fin le corté una soga
y lo empecé aventajar.
Me hizo sonar las costillas
de un bolazo aquel maldito;
y al tiempo que le di un grito
y le dentro como bala
pisa el indio y se refala
en el cuerpo del chiquito.
Para esplicar el misterio
es muy escasa mi cencia:
lo castigó, en mi concencia
su Divina Majestá
donde no hay casualidá
suele estar la Providencia.
En cuanto trastabilló,
más de firme lo cargué.
y aunque de nuevo hizo pie
lo perdió aquella pisada,
pues en esa atropellada
en dos partes lo corté.
Al sentirse lastimao
se puso medio afligido;
pero era indio decidido,
su valor no se quebranta;
le salían de la garganta
como una especie de aullidos.
Lastimao en la cabeza
la sangre lo enceguecía;
de otra herida le salía
haciendo un charco ande estaba;
con las pies la chapaliaba
sin aflojar todavía.
Tres figuras imponentes
formábamos aquel terno:
ella en su dolor materno,
yo con la lengua dejuera
y el salvaje, como fiera
disparada del infierno.
Iba conociendo el indio
que tocaban a degüello;
se le erizaba el cabello
y los ojos revolvía;
los labios se le perdían
cuando iba a tomar resuello.
En una nueva dentrada
le pegué un golpe sentido,
y al verse ya mal herido,
aquel indio furibundo
lanzó un terrible alarido
que retumbó como un ruido
si se sacudiera el mundo.
Al fin de tanto lidiar,
en el cuchillo lo alcé,
en peso lo levanté
aquel hijo del desierto,
ensartado lo llevé,
y allá recién lo largué
cuando ya lo senti muerto.
Me persiné dando gracias
de haber salvado la vida;
aquella pobre afligida
de rodillas en el suelo,
alzó sus ojos al cielo
sollozando dolorida.
Me hinqué también a su lado
a dar gracias a mi santo:
en su dolor y quebranto
ella a la madre de Dios
le pide, en su triste llanto,
que nos ampare a los dos.
Se alzó con pausa de leona
cuando acabó de implorar,
y sin dejar de llorar
envolvió en unos trapitos
los pedazos de su hijito
que yo le ayudé a juntar.