La vuelta del Martín Fierro, Canto VI
El tiempo sigue en su giro
y nosotros solitarios;
de los indios sanguinarios
no teníamos qué esperar;
el que nos salvó al llegar
era el más hospitalario.
Mostró noble corazón,
cristiano anhelaba ser;
la justicia es un deber
y sus méritos no callo;
nos regaló unos caballos
y a veces nos vino a ver.
A la voluntá de Dios
ni con la intención resisto,
él nos salvó... pero, ¡ah Cristo!
muchas veces he deseado
no nos hubiera salvado
ni jamás haberlo visto.
Quien recibe beneficios
jamás los debe olvidar;
y al que tiene que rodar
en su vida trabajosa
le pasan a veces cosas
que son duras de pelar.
Voy dentrando poco a poco
en lo triste del pasaje;
cuando es amargo el brebaje
el corazón no se alegra;
dentró una virgüela negra
que los diezmó a los salvajes.
Al sentir tal mortandá
los indios desesperaos
gritaban alborotaos:
"Cristiano echando gualicho"
no quedó en los toldos bicho
que no salió redotao.
Sus remedios son secretos;
los tienen las adivinas;
no los conocen las chinas
sino alguna ya muy vieja,
y es la que los aconseja,
con mil embustes, la indina.
Allí soporta el paciente
las terribles curaciones
pues a golpes y estrujones
son los remedios aquéllos;
lo agarran de los cabellos
y le arrancan los mechones.
Les hacen mil herejías
que el presenciarlas da horror;
brama el indio de dolor
por los tormentos que pasa,
y untándoló todo en grasa
lo ponen a hervir al sol.
Y puesto allí boca arriba,
al rededor le hacen fuego;
una china viene luego
y al óido le da de gritos;
hay algunos tan malditos
que sanan con este juego.
A otros les cuecen la boca
aunque de dolores cruja;
lo agarran y allí lo estrujan,
labios le queman y dientes
con un güevo bien caliente
de alguna gallina bruja.
Conoce el indio el peligro
y pierde toda esperanza;
si a escapárseles alcanza
dispara como una liebre;
le da delirios la fiebre
y ya le cain con la lanza.
Esas fiebres son terribles,
y aunque de esto no disputo
ni de saber me reputo,
será decíamos nosotros,
de tanta carne de potro
como comen estos brutos.
Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste;
tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
Que le dieran esa muerte
dispuso una china vieja;
y aunque se aflije y se queja,
es inútil que resista:
ponía el infeliz la vista
como la pone la oveja.
Nosotros nos alejamos
para no ver tanto estrago;
Cruz sentía los amagos
de la peste que reinaba,
y la idea nos acosaba
de volver a nuestros pagos.
Pero contra el plan mejor
el destino se revela:
¡la sangre se me congela!
el que nos había salvado,
cayó también atacado
de la fiebre y la virgüela.
No podíamos dudar
al verlo en tal padecer
el fin que había de tener
y Cruz, que era tan humano,
"vamos me dijo, paisano,
"a cumplir con un deber".
Fuimos a estar a su lado
para ayudarlo a curar;
lo vinieron a buscar
y hacerle como a los otros;
lo defendimos nosotros,
no lo dejamos lanciar.
Iba creciendo la plaga
y la mortandá seguía;
a su lado nos tenía
cuidándoló con pacencia,
pero acabó su esistencia
al fin de unos pocos días.
El recuerdo me atormenta,
se renueva mi pesar;
me dan ganas de llorar,
nada a mis penas igualo;
Cruz también cayó muy malo
ya para no levantar.
Todos pueden flgurarse
cuánto tuve que sufrir;
yo no hacía sino gemir
y aumentaba mi aflición
no saber una oración
pa ayudarlo a bien morir.
Se le pasmó la virgüela
y el pobre estaba en un grito;
me recomendó un hijito
que en su pago había dejado.
"Ha quedado abandonado,
"me dijo, aquel pobrecito.
"Si vuelve, búsquemeló,
"me repetía a media voz,
"en el mundo éramos dos,
"pues él ya no tiene madre:
"que sepa el fin de su padre
"y encomiende mi alma a Dios."
Lo apretaba contra el pecho
dominao por el dolor,
era su pena mayor
el morir allá entre infieles;
sufriendo dolores crueles
entregó su alma al Criador.
De rodillas a su lado
yo lo encomendé a Jesús;
faltó a mis ojos la luz,
tuve un terrible desmayo;
cái como herido del rayo
cuando lo vi muerto a Cruz.