El gaucho Martín Fierro, Canto III
Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer,
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera
¡y qué iba a hallar al volver!
tan sólo hallé la tapera.
Sosegao vivía en mi rancho
como el pájaro en su nido;
allí mis hijos queridos
iban creciendo a mi lao...
Sólo queda al desgraciao
lamentar el bien perdido.
Mi gala en las pulperías
era, cuando había más gente,
ponerme medio caliente,
pues cuando puntiao me encuentro
me salen coplas de adentro
como agua de la virtiente.
Cantando estaba una vez
en una gran diversión;
y aprovechó la ocasión
como quiso el Juez de Paz.
Se presentó, y áhi no más
hizo una arriada en montón.
Juyeron los más matreros
y lograron escapar.
Yo no quise disparar,
soy manso y no había por qué;
muy tranquilo me quedé
y ansí me dejé agarrar.
Allí un gringo con un órgano
y una mona que bailaba
haciéndonos ráir estaba
cuando le tocó el arreo.
¡Tan grande el gringo y tan feo
lo viera cómo lloraba!
Hasta un inglés sanjiador
que decía en la última guerra
que él era de Inca-la-perra
y que no quería servir,
tuvo también que juír
a guarecerse en la sierra.
Ni los mirones salvaron
de esa arriada de mi flor;
fue acoyarao el cantor
con el gringo de la mona;
a uno solo, por favor
logró salvar la patrona.
Formaron un contingente
con los que en el baile arriaron;
con otros nos mesturaron
que habían agarrao también:
las cosas que aquí se ven
ni los diablos las pensaron.
A mí el juez me tomó entre ojos
en la última votación:
me le había hecho el remolón
y no me arrimé ese día,
y él dijo que yo servía
a los de la esposición.
Y ansí sufrí ese castigo
tal vez por culpas ajenas;
que sean malas o sean güenas
las listas, siempre me escondo:
yo soy un gaucho redondo
y esas cosas no me enllenan.
Al mandarnos nos hicieron
más promesas que a un altar.
El Juez nos jue a proclamar
y nos dijo muchas veces:
"Muchachos, a los seis meses
los van a ir a revelar."
Yo llevé un moro de número.
¡Sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita;
siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.
Y cargué sin dar mas güeltas
con las prendas que tenía:
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé;
a mi china la dejé
media desnuda ese día.
No me faltaba una guasca;
esa ocasión eché el resto:
bozal, maniador, cabresto,
lazo, bolas y manea...
¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no crerá todo esto!
Ansí en mi moro, escarciando,
enderecé a la frontera.
¡Aparcero, si usté viera
lo que se llama cantón...!
Ni envidia tengo al ratón
en aquella ratonera.
De los pobres que allí había
a ninguno lo largaron;
los más viejos rezongaron,
pero a uno que se quejó
en seguida lo estaquiaron
y la cosa se acabó.
En la lista de la tarde
el jefe nos cantó el punto,
diciendo: Quinientos juntos
llevará el que se resierte;
lo haremos pitar del juerte;
más bien dése por dijunto.
A naides le dieron armas,
pues toditas las que había
el coronel las tenía,
según dijo esa ocasión,
pa repartirlas el día
en que hubiera una invasión.
Al principio nos dejaron
de haraganes criando sebo,
pero después..no me atrevo
a decir lo que pasaba.
¡Barajo!... si nos trataban
como se trata a malevos.
Porque todo era jugarle
por los lomos con la espada,
y, aunque usté no hiciera nada,
lo mesmito que en Palermo
le daban cada cepiada
que lo dejaban enfermo.
¡Y qué indios, ni qué servicio,
si allí no había ni cuartel!
Nos mandaba el coronel
a trabajar en sus chacras,
y dejábamos las vacas
que las llevara el infiel.
Yo primero sembré trigo
y después hice un corral,
corté adobe pa un tapial,
hice un quincho, corté paja...
¡La pucha, que se trabaja
sin que le larguen ni un rial!
Y es lo pior de aquel enriedo
que si uno anda hinchando el lomo
ya se le apean como plomo...
¡Quién aguanta aquel infierno!
Y eso es servir al gobierno,
a mí no me gusta el cómo.
Más de un año nos tuvieron
en esos trabajos duros,
y los indios, le asiguro,
dentraban cuando querían:
como no los perseguían
siempre andaban sin apuro.
A veces decía al volver
del campo la descubierta
que estuviéramos alerta,
que andaba adentro la indiada;
porque había una rastrillada
o estaba una yegua muerta.
Recién entonces salía
la orden de hacer la riunión
y cáibamos al cantón
en pelos y hasta enancaos,
sin armas, cuatro pelaos
que íbamos a hacer jabón.
Ahí empezaba el afán,
se entiende, de puro vicio,
de enseñarle el ejercicio
a tanto gaucho recluta,
con un estrutor ¡qué... bruta!
que nunca sabía su oficio.
Daban entonces las armas
pa defender los cantones,
que eran lanzas y latones
con ataduras de tiento...
Las de juego no las cuento,
porque no había municiones.
Y chamuscao un sargento
me contó que las tenían,
pero que ellos las vendían
para cazar avestruces;
y ansí andaban noche y día
déle bala a los ñanduces.
Y cuando se iban los indios
con lo que habían manotiao,
salíamos muy apuraos
a perseguirlos de atrás;
si no se llevaban más
es porque no habían hallao.
Allí sí se ven desgracias
y lágrimas y afliciones,
naides le pida perdones
al indio, pues donde dentra
roba y mata cuanto encuentra
y quema las poblaciones.
No salvan de su juror
ni los pobres angelitos:
viejos, mozos y chiquitos
los mata del mesmo modo;
que el indio lo arregla todo
con la lanza y con los gritos.
Tiemblan las carnes al verlo
volando al viento la cerda,
la rienda en la mano izquierda
y la lanza en la derecha;
ande enderiesa abre brecha
pues no hay lanzaso que pierda.
Hace trotiadas tremendas
dende el fondo del desierto;
ansí llega medio muerto
de hambre, de sé y de fatiga;
pero el indio es una hormiga
que día y noche está despierto.
Sabe manejar las bolas
como naides las maneja
cuanto el contrario se aleja
manda una bola perdida
y si lo alcanza, sin vida
es siguro que lo deja.
Y el indio es como tortuga
de duro para espichar;
si lo llega a destripar
ni siquiera se le encoge;
luego sus tripas recoge
y se agacha a disparar.
Hacían el robo a su gusto
y después se iban de arriba,
se llevaban las cautivas
y nos contaban que a veces
les descarnaban los pieses
a las pobrecitas, vivas.
¡Ah, si partía el corazón
ver tantos males, canejo!
Los perseguíamos de lejos
sin poder ni galopiar.
¡Y qué habíamos de alcanzar
en unos bichocos viejos!
Nos volvíamos al cantón
a las dos o tres jornadas
sembrando las caballadas;
y pa que alguno la venda,
rejuntábamos la hacienda
que habían dejao resagada.
Una vez entre otras muchas.
tanto salir al botón,
nos pegaron un malón
los indios y una lanciada.
que la gente acobardada
quedó dende esa ocasión.
Habían estao escondidos
aguaitando atrás de un cerro.
¡Lo viera a su amigo Fierro
aflojar como un blandito!
Salieron como máiz frito
en cuanto sonó un cencerro.
Al punto nos dispusimos
aunque ellos eran bastantes;
la formamos al istante
nuestra gente, que era poca;
y golpiándose en la boca
hicieron fila adelante.
Se vinieron en tropel
haciendo temblar la tierra.
No soy manco pa la guerra
pero tuve mi jabón,
pues iba en un redomón
que había boliao en la sierra.
¡Qué vocerío, qué barullo,
qué apurar esa carrera!
La indiada todita entera
dando alaridos cargó.
¡Jue pucha!... y ya nos sacó
como yeguada matrera.
¡Qué fletes traiban los bárbaros,
como una luz de ligeros!
Hicieron el entrevero
y en aquella mescolanza,
éste quiero, éste no quiero,
nos escogían con la lanza.
Al que le dan un chuzaso
dificultoso es que sane;
en fin, para no echar panes,
salimos por esas lomas
lo mesmo que las palomas
al juir de los gavilanes.
Es de almirar la destreza
con que la lanza manejan.
De perseguir nunca dejan
y nos traiban apretaos.
¡Si queríamos, de apuraos,
salirnos por las orejas!
Y pa mejor de la fiesta
en esta aflición tan suma,
vino un indio echando espuma
y con la lanza en la mano
gritando: "Acabau, cristiano,
metau el lanza hasta el pluma."
Tendido en el costillar,
cimbrando por sobre el brazo
una lanza como un lazo,
me atropeyó dando gritos:
si me descuido... el maldito
me levanta de un lanzaso.
Si me atribulo o me encojo,
siguro que no me escapo;
siempre he sido medio guapo
pero en aquella ocasión
me hacía buya el corazón
como la garganta al sapo.
Dios le perdone al salvaje
las ganas que me tenía...
Desaté las tres marías
y lo engatusé a cabriolas.
¡Pucha!... si no traigo bolas
me achura el indio ese día.
Era el hijo de un casique
sigún yo lo avirigué;
la verdá del caso jue
que me tuvo apuradazo,
hasta que, al fin, de un bolazo
del caballo lo bajé.
Ahi no más me tiré al suelo
y lo pisé en las paletas;
empezó a hacer morisquetas...
y a mezquinar la garganta...
pero yo hice la obra santa
de hacerlo estirar la jeta.
Allí quedó de mojón
y en su caballo salté;
de la indiada disparé,
pues si me alcanza me mata,
y, al fin, me les escapé
con el hilo en una pata.