Leyendas verdaderas del Martín Fierro

En 1896, Rafael Hernández escribió una biografía sobre su célebre hermano José Hernández, quien había fallecido en 1886.  Entre otras cosas, dicha obra se encargó de revelar cómo y de dónde había adquirido el padre del Martín Fierro tanta sabiduría sobre las costumbres y formas de vida de la campaña bonaerense y gauchesca, dado que, al leer la obra magna de la literatura criolla, podían cotejarse maravillosas similitudes entre los hechos allí volcados con los que, de hecho, sucedían en la provincia de Buenos Aires.

Para entender el bagaje adquirido por José Hernández, su hermano intenta explicar que aquél vivió en el campo junto a su padre, más precisamente en las cercanías de la fronteriza ciudad de Dolores, entre los años 1845 y 1854, donde “se hizo gaucho, aprendió a jinetear, tomó parte en varios entreveros y rechazando malones de los indios pampas, asistió a las volteadas y presenció aquellos grandes trabajos que su padre ejecutaba, y de que hoy no se tiene idea. Esta es la base de los profundos conocimientos de la vida gaucha y amor al paisano, que desplegó en todos sus actos”.

Dada la época que José Hernández permaneció en el campo, hay quienes sostienen que la gran mayoría de las estancias bonaerenses funcionaban de acuerdo a los métodos que Juan Manuel de Rosas había especificado en su obra “Instrucciones para la Administración de Estancias”, y que bajo esas reglas del rosismo el poeta aprendió los quehaceres del gauchaje.

Ahora bien, todas estas vivencias del poeta Hernández quedarán plasmadas en la obra del Martín Fierro, donde el gaucho da a conocer su azarosa existencia y en la cual dejará constancia de sucesos que en la vida real fueron tales. El drama del gaucho Fierro abarcaría los años comprendidos entre 1866 y 1870, los cuales se inician en un estado de felicidad y admiración por la vida campestre para pasar, rápidamente, a otro signado por el encierro, las guerras y las desventuras de quien se sabe perseguido y fuera de la ley.

Algunos años anteriores a 1857, podían contabilizarse en la zona comprendida por Dolores, Mar Chiquita y Montes del Tordillo (o Isla del Tordillo) alrededor de dos millones y medio de ovejas contra unos 850.000 vacunos, abundando por tal razón los pastores.  Luego es asombroso saber que de 8.000 extranjeros que habitaban en estos pagos, 3.400 se tiraron a la actividad pastoril, y algo de eso nos lo señala José Hernández en el “Martín Fierro”, pues los únicos extranjeros con identificación precisa de la obra aparecen ubicados en esta zona y fueron “el napolitano con la mona” y “el inglés sanjiador”. Con ellos, el gaucho Fierro cayó detenido en Ayacucho para ser juzgado más tarde por el juez de Paz Enrique Sundblad, en la estancia Mari-Huicul, la cual pertenecía a la familia de los Ramos Mejía.

Otro dato muy puntual entre el imaginario de la obra y la realidad de los hechos, tiene que ver con los caballos. En los pagos antes descriptos se criaban los mejores caballos criollos, según la obra de los hermanos Mulhall “Hanbook of the River Plate”, de 1869, y no por nada Martín Fierro aseguraba haber ganado “más plata que un bendito” en las carreras de Ayacucho (entonces denominada como Tandileofú) con un caballo moro. Esto demostraría que nuestro gaucho vencía a sus eventuales rivales montando un pingo soberbio, de estirpe. Siguiendo en línea recta hacia el sur de Dolores estaba la estancia de José Hernández Plata, padre del joven poeta, quien a su hacienda la marcaba con un emblema que consistía en un corazón en cuyo interior se hallaba un número 2. También el gaucho Fierro agregaba que su moro era “de número”.

 

Avance de la frontera y persecución del gaucho

Pero la amplia libertad de que gozaron los paisanos asentados en la campaña bonaerense hasta el final del último gobierno de Juan Manuel de Rosas, terminó abruptamente unos años más tarde, acorde se iban ganando tierras  en la frontera sudoeste contra las tolderías del salvaje. Ello trajo aparejado un caudal de leyes novedosas que, como bien queda reflejado en el “Martín Fierro”, harán del gauchaje seres promovidos por la fuerza a servir en la milicia, al tiempo que sus tierras iban pasando a otros dueños.

El 30 de octubre de 1858, entra en vigencia en Tandil la ley que condenaba al servicio de fronteras “a todos los vagos y malentretenidos, los que en día de labor se encuentren habitualmente en casas de juego o tabernas, los que usen cuchillos o armas blancas, los que cometan hurtos simples y los que infieran heridas leves”. Con este intento, se quiso aplacar las actividades camperas de las pulperías y hacer redadas de gentes que después se clasificaban para ir a pelear en la frontera con el indio.

Esta legislación se extendió rápidamente por otros pueblos y jurisdicciones, provocando la reacción de quienes se negaban a obedecer dichos imperativos. Para 1860 Azul y Tandil adelantan sus líneas, introduciendo una especie de punta de lanza en el desierto, a la vez que establecieron los fortines de Nuevo y Otamendi. En las zonas de Lobería Grande, Tandil y Necochea, tierras custodiadas desde 1865 por el 11 de Línea, abundaban bosques impenetrables que servían de refugio para los fugitivos. De todos modos, la suerte parecía estar echada para los gauchos bonaerenses. “Ansí empezaron mis males/ Lo mesmo que los de tantos”, dice Martín Fierro cuando fue enviado injustamente a un cantón de la frontera y como prólogo de sus desdichas.

Fierro tuvo que abandonar su Ayacucho natal promediando 1866, y el dato no contradice la historia, porque aquél pueblo había sido fundado un año antes, en 1865. Más aún, “la tapera de Fierro”, según la tradición oral, se hallaría en las cercanías de La Constancia, vieja población próxima a la Sierra de Tandil, la misma geografía donde se ocultaban los que, como él, no querían ir a la frontera. Martín Fierro recordaba así la tranquilidad de sus pagos junto a su china y los críos, mientras con su moro se dirigía al fragor de la guerra: “Sosegao vivía en mi rancho/ Como el pájaro en su nido./ Allí mis hijos queridos/ Iban creciendo a mi lado./ Solo queda al desgraciado/ Lamentar el bien perdido.”

 

Concesión y posesión de las tierras bonaerenses

Saber a quiénes correspondían las nuevas y las viejas tierras que se le iban ganando al salvaje, fue tema de ásperas disputas de infeliz desenlace para los gauchos argentinos, acaso, sus más legítimos moradores. Intentaremos señalar algunos aspectos para comprender la problemática.

Con fecha 19 de septiembre de 1829, el artículo 2° del decreto establecido por el general Viamonte sugería el cumplimiento de las siguientes condiciones para hacerse acreedor a las donaciones de tierras de la campaña: “Primera, a transportarse con su familia o gente de faena, al lugar que se le señale. Segunda, a poblarlo en el término de un año con un capital que no baje de cien cabezas de ganado vacuno, y en proporción caballar, o a emprender siembra, cuyo producto equivalga a aquel capital. Tercera, a levantar un rancho de paja y abrir un pozo de balde”. Sin embargo, el artículo 3° señalaba que “estas condiciones no serán obligatorias para los compradores mientras la fuerza pública no proteja las nuevas poblaciones”, es decir, que podía adquirirse cualquier derecho, sin poblar, a pretexto de falta de protección, lo que suponía, además, que podían acapararse esos derechos sobre baldíos sin ningún límite.

Más importante aún parece ser el artículo 11° del decreto de 1829, según el cual cada poblador contaba, a partir de la fecha de emisión del decreto, con diez años para disponer libremente de su propiedad, derecho que caducaba en 1839. Que, a su vez, si dentro de este período el poblador cumplía con unas pocas condiciones del renombrado decreto, la concesión de las tierras pasaba a tener carácter de posesión, así los pobladores no tuvieran consigo los títulos correspondientes. Estas facilidades, no obstante, pudieron ser cumplidas a medias en los tiempos de Juan Manuel de Rosas, porque hacia 1839 todavía se llevaban a cabo malones que arrasaban todo tipo de propiedades, y, además, porque varios de los propietarios de las tierras de la campaña, al integrar el bando unitario, sufrieron las expropiaciones del gobierno federal.

La confusión parecería agravarse si tenemos en cuenta que Rosas, por decreto del 28 de mayo de 1838, transformó a los primitivos enfiteutas en propietarios territoriales. Claro que, un año más tarde, estallaría la unitaria y subversiva “Revolución de los Libres del Sur” que tuvo eco en las localidades de Chascomús, Tandil y Dolores, y que había sido financiada y auspiciada por Francia. Ante un hecho semejante, y para restablecer el orden nacional, se hizo imperioso expropiar a los hacendados que participaron en aquél estallido.

 

Sin tierras y a la frontera

Además de reafirmar toda la legislación que iba de 1829 a 1839, el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield, por un dictamen del fiscal Rufino de Elizalde, había dispuesto el 8 de octubre de 1859 que toda posesión sin título posterior a 1839, carecía de valor. Nada le informaron a los paisanos pobladores que, a partir de ese año y hasta 1858, ocuparán esas tierras de buena fe pero sin títulos, lo cual constituirá una trampa bien urdida y perversa, puesto que ellos quedarán desalojados no sólo por los propietarios anteriores a 1839, sino por quienes, después de esa fecha, habían acaparado acciones de los propietarios beneficiados por aquel artículo 11° del famoso decreto de Viamonte. Fue, como vemos, un procedimiento ruin y solapado, en claro perjuicio del gauchaje de la campaña que servía, a su vez, como carne de cañón en los cantones.

De tal modo, los pacíficos ocupantes de tierras que se consideraban baldías y que podían incluirse en la categoría social de propietarios quedaron, de buenas a primeras, desposeídos y considerados como simples peones. La severidad se acentuó para con los paisanos cuando se creó, promediando noviembre de 1853, el Departamento Judicial del Sud, a lo cual se agregó un año después la instalación del Juzgado del Crimen en el pueblo de Dolores. Durante los primeros padecimientos vivenciados por Fierro, el duro Código Rural ya acaparaba la zona y ejercía su implacable sometimiento. Debe recordarse que el Código Rural aparece en la campaña a fines de 1858 y comienzos de 1859, y marca, indudablemente, el quiebre definitivo entre la vieja campaña regida por las normas rosistas y la actual campaña de normas endurecidas y de trágica consecuencia en perjuicio de los gauchos de la pampa.

En la obra de José Hernández, el gaucho Fierro se entera, en momentos en que se encuentra peleando en la frontera con el indio, que su mujer fue despojada legalmente de las tierras que desde años atrás ambos habían adquirido. Cuando alrededor de 1869 Fierro se hace desertor de las filas del ejército, recordará la promesa del juez de Paz de que mientras durase su estada en el cantón cuidaría “de sus bienes la mujer”, y narra cómo lo estafaron: “Después me contó un vecino/ Que el campo se lo pidieron/ La hacienda se la vendieron/ Pa pagar arrendamientos/ Y qué sé yo cuantos cuentos/ Pero todo lo fundieron”.

 

Los malones en la Frontera Sur

El sargento mayor Álvaro Barros fue quien más logró extender la línea de frontera cuando se puso al frente del Batallón 11 de Línea a partir de 1865. Un año más tarde, el 17 de marzo de 1866, y con el grado de coronel, Barros se hará cargo del cuidado de Azul y fundará el pueblo de Olavarría. En 1867, el coronel Barros será promovido como jefe de la Frontera Sur, cuya base de operaciones se ubicará en Olavarría.

Muy probablemente, Martín Fierro sirvió bajo sus órdenes cuando lo mandaron a pelear contra los indios, pues no en otro acantonamiento el coronel hizo sembrar trigo, tarea ésta que Fierro describe con los siguientes versos: “Al principio nos dejaron/ De haraganes criando sebo,/ Pero después…no me atrevo/ A decir lo que pasaba”. Y algunos versos más adelante, aclara: “¡No teníamos ni cuartel!/ Nos mandaba el Coronel/ A trabajar en sus chacras”, y seguidamente enumera las tareas específicas que cumplimentó: “Yo primero sembré trigo/ Y después hice un corral,/ Corté adobe pa un tapial./ Hice un quincho, corté paja…”.

Pero llegaron los malones. En febrero de 1867 se sucede uno de los más terribles en la frontera comandada por Álvaro Barros. El escritor Juan Carlos Whalter así describió el episodio: “Alentados los indios por las facilidades con que ejecutaban sus correrías, prosiguieron con sus desmanes”, y de ello da cuenta el gaucho Fierro al afirmar: “Y los indios, le aseguro/ Dentraban como querían./ Como no los perseguían/ Siempre andaban sin apuro, […]  Si no se llevaban más/ Es porque no habían hallao […] Hacían el robo a su gusto/ Y después se iban de arriba”.

Un nuevo y más furioso malón se produjo en 1868 sobre Caleul Huincul (Loma de la Gaviota), veinte leguas al sur de Olavarría. Esta nueva invasión de parte del salvaje quedó expresado en la obra gauchesca al decir Fierro que los indios “Habían estao escondidos/ Aguaitando atrás de un cerro”, y que “Salieron como maíz frito/ En cuanto sonó un cencerro”. Según anotó en sus memorias el coronel Barros, dicho último malón tenía como jefe a Calfucurá.

 

Problemas en la paga y deserciones masivas

Al promediar 1869, los soldados de la Frontera Sur tenían graves inconvenientes con la liquidación de sueldos y pagos. Así, en nota del 13 de marzo de 1869, Álvaro Barros le escribe a Martín de Gainza: “Por disposición del Superior Gobierno se hicieron los ajustes de diecinueve meses para la frontera y se mandó entregar los fondos a los comisarios pagadores. Por circunstancias que ignoro –expresaba-, los correspondientes a las fronteras del Sud permanecieron en tesorería y no fueron entregados al comisario, dando por fin otro destino a dicho fondo, resultando que sólo estas fronteras quedaron impagas”.

En “La Vuelta de Martín Fierro”, y luego de dos años y medio de servicio forzado en el acantonamiento, el gaucho traicionado ve con suma desazón que al llegar una lista de pagos, su nombre no figuraba en ella. “Pero sabe Dios qué zorro/ Se lo comió al comisario”, sugería Fierro al tratar de discernir qué le había ocurrido al comisario pagador de la Frontera Sur quien, entre marzo y abril de 1869, se presentó con los haberes de dos meses, dato que el coronel Barros daba cuenta al anotar que “la guarnición estaba impaga de veintiséis meses. El comisario se presentó con los haberes de dos meses”. No tardaron en sobrevenir las sospechas y las pesquisas del comandante Barros, de tal modo que le tocó a Martín Fierro ser interrogado, lo mismo que a varios más. “Dentro en todos los barullos/ Pero en las listas no dentro”, mascullará Fierro no sin cierto lamento al sospecharse de su honradez y por no figurar en ningún listado de pagos. Puede que este tipo de actitudes hacia los gauchos, que eran arrastrados a pelear contra los indios, haya tenido su correlato con las hipótesis infundadas que acusaban directamente a los paisanos de quedarse con los haberes que el comisario pagador traía consigo.

El tema del atraso de los sueldos motivó, no obstante, una queja formal de Álvaro Barros al Gobierno porque “ni ellos [sus oficiales] ni hombre alguno podía vivir del aire y vestirse con las verdes yerbas que produce el desierto”, y agrega que “la tropa se hallaba en la misma condición. Era toda guardia nacional; estaba dos veces cumplido su tiempo y disminuía, como es consiguiente, por la deserción”. En rápida respuesta, el Gobierno manda cerca de 100 soldados de línea que, sin embargo, tenían origen extranjero. Dirá Fierro, momentos previos a su deserción: “Yo no sé por qué el gobierno/ Nos manda aquí a la frontera/ Gringada que ni siquiera/ Se sabe atracar a un pingo”. Y prosigue: “No hacen más que dar trabajo/ Pues no saben ni ensillar,/ No sirven ni pa carnear”. Una vez más, los dichos del gaucho Fierro resultarán de extraordinaria veracidad si tenemos en cuenta lo que le mandaba decir el coronel Barros al Gobierno Nacional: “Por fin me enviaron cien soldados de línea para la guarnición, pero éstos eran extranjeros que en su vida habían montado sobre el lomo de un caballo y no traían monturas para que pudieran un día aprender. Se comprende, pues, que no tenía cómo hacerlos servir”.

Corría el mes de mayo de 1869, y la jefatura de la Frontera Sur ya no pertenecía al coronel Álvaro Barros. Y para el 14 de junio de 1870, tuvo lugar un sangriento malón que asoló la Costa Sur de la provincia de Buenos Aires, cuyo jefe era Julio Campos. Nuevamente, Calfucurá logró penetrar en Tres Arroyos por la zona de los fortines General García y Coronel Suárez. Las pérdidas habían sido cuantiosas, lo cual motivó que el gobierno de la provincia bonaerense se dirija al ministro de Guerra y Marina “ofreciendo al gobierno nacional la cooperación de esa provincia a fin de lograr mediante un sistema de defensa, las garantías necesarias para la vida de las poblaciones fronterizas”, señalará el ya citado Juan Carlos Whalter.

Tras perder sus tierras, ser mandado a pelear a la frontera por largos años, aguantar sorpresivos y furtivos malones y, por si fuera poco, no percibir su magro sueldo, el gaucho Martín Fierro así manifiesta su decisión de hacerse desertor: “Ya andaba desesperao/ Aguardando una ocasión/ Que los indios un malón/ Nos dieran y entre el estrago/ Hacérmeles cimarrón/ Y volverme pa mi pago”.

Ya como matrero e ilegal, Fierro regresará a su comarca, pero tras darle muerte a un moreno y, en una pulpería, a un guapetón que lo trató despectivamente, deberá huir con su caballo hacia otros rumbos. Ahora en su nuevo destino, el gaucho tendrá un sorpresivo encuentro con una partida policial. Para entonces, Fierro había conocido a Cruz, y juntos se internarán en el desierto para ocultarse en las tolderías. Desde ellas pudo advertir Martín Fierro la facilidad con que los indios cruzaron la frontera por el sur de la ciudad de Azul: “Y pronto sin ser sentidos/ Por la frontera cruzaron”. Se deduce que entraron por el sur de Azul porque allí la lucha era mucho más ardorosa que en otros sitios.

Para finalizar esta enumeración de episodios que une la leyenda del Martín Fierro con la realidad histórica, cabe agregar que Ayacucho, el terruño del gaucho Fierro, era una zona poblada por numerosos vascos, lo mismo que Tandil y aledaños. Existen al menos dos versos donde la obra épica de José Hernández nombra a los vascos del lugar (“Le dio un empellón a un vasco” y “En la Estancia de unas vascas”).  Se recordará también el episodio que tuvo lugar el 1° de enero de 1872 cuando la denominada “Masacre de Tata Dios” en Tandil, donde muchas de las víctimas fueron tamberos de origen vasco.

El ferviente deseo de Martín Fierro era el poder ver una patria justa.  Hasta que su huella se hizo perdiz en los confines del monte, él no se cansó de denunciar los defectos que llevaba consigo la mentada organización social del país.  De allí que esperaba que todo se resuelva “Hasta que venga un criollo/ En esta tierra a mandar”.

 

 

Fuente

Revista “Todo es Historia”, N° 81, Febrero de 1974.

Publicación “Palabra Hernandista”, N°1, Enero-Marzo 1972.

Turone, Gabriel Oscar – Leyendas verdaderas del Martín Fierro – Buenos Aires (2008).

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

 

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