Para leer el Martín Fierro

Para leer el Martín Fierro.
Literatura y política, economía y saber

 

Rogelio Demarchi
Córdoba, Argentina
rogeliodemarchi@arnet.com.ar

 

Resumen: José Hernández pretende reescribir el género gauchesco impugnando a los autores hasta entonces consagrados. El gaucho tiene una importancia económica básica porque posee unpoder-saber hacer que genera riqueza. Como es inculto, hay que educarlo para que pueda hacer un buen uso de los derechos políticos que le corresponden como ciudadano y de la porción económica que se le asigne de la riqueza que ha producido. Esta función la tiene que cumplir la literatura, fundamentalmente la poesía gauchesca.
Palabras clave: Martín Fierro, literatura gauchesca, literatura argentina, crítica literaria.

 

1. género. José Hernández pretende reescribir el género gauchesco impugnando a los autores hasta entonces consagrados. En la carta a José Zoilo Miguens, editor de la primera edición del Fierro, toma distancia de lo que considera «autorizado por el uso en este género de composiciones»: él no se ha propuesto, como entiende que se acostumbra, «hacer reír» a costa de la ignorancia del gaucho; en su lugar, ha optado por «dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes».

Con una fórmula que es a un mismo tiempo crítica, concreta, elusiva y englobante, afirma: «Martín Fierro no va de la ciudad a referir a sus compañeros lo que ha visto y admirado en un 25 de mayo, u otra función semejante (referencias algunas de las cuales, como el Fausto y varias otras, son de mucho mérito ciertamente)».

Como ha anotado Eleuterio Tiscornia [Hernández, 1943 (1872-1879): 23-24], la alusión a la fiesta del 25 de mayo remite al iniciador del género, Bartolomé Hidalgo, autor de la Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas mayas de Buenos Aires en 1822; con “función semejante” engloba a Hilario Ascasubi, que en 1833 contó cómo Jacinto Amores le describía a otro paisano la celebración de un nuevo aniversario de la Constitución Oriental; y la mención de Fausto remite, por supuesto, a Estanislao del Campo.

Esta última es muy significativa: Hernández, como antes del Campo, coloca a modo de prólogo al poema una carta, y en ella se puede advertir lo que opina sobre algunas de las cuestiones estéticas y políticas que del Campo discutía con sus amigos seis años antes; por eso, vale pensar la carta de Hernández a Miguens como la quinta carta del Fausto.

Recuérdese que el Fausto es de 1866 y la primera parte del Fierro, de 1872. Las cuatro cartas que allí incluyó del Campo están firmadas por sus amigos Juan Carlos Gómez, Ricardo Gutiérrez y Carlos Guido y Spano, y él mismo. Por otro lado, Guido y Spano tenía relación con Hernández y participó de la redacción del diario que éste lanzó en 1869, El Río de la Plata, como “plataforma” de una nueva agrupación política que no llegó a formalizarse por su repentino cierre [cfr., Pagés Larraya, 1952: 54].

Si como han señalado Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo [1990: 21-24 y 52-53], todo género discursivo es una convención que establece ciertos límites, o para decirlo de otro, que regula lo que se puede representar y cómo representarlo, Hernández apunta contra cada uno de los distintos tópicos que configuran ese “acuerdo tácito” al que conocemos como poesía gauchesca, según la discusión sobre el particular que prologa al Fausto.

* Si hasta aquí, desde Hidalgo a del Campo, se ha representado a gauchos integrados social, económica, cultural y/o políticamente, Hernández plantea con La ida de Fierro la situación contraria: el proceso arbitrario e injusto de exclusión del gaucho por obra de los diferentes agentes del Estado.

* Si Guido y Spano designaba a los gauchos como «los parias de nuestra sociedad», es decir sujetos privados de derechos y rechazados por los demás, Hernández los caracteriza como «clase desheredada»; y si Gómez anunciaba la próxima desaparición del gaucho, Hernández la relaciona con el avance de «las conquistas de la civilización».

* Si Gutiérrez entendía que «los giros de lenguaje y comparaciones del gaucho» son un elemento tan accesorio como el paisaje, ya que lo primordial sería «su corazón» y «su preocupación», lo que es decir «su filosofía» y «su sentimiento», Hernández, por el contrario, subraya en varias oportunidades cuán importante es «imitar» su forma de hablar porque es allí donde se revela «esa especie de filosofía propia que, sin estudiar, aprende en la misma naturaleza», de modo que el ambiente rural -no el urbano- es consustancial al gaucho.

* Si Gutiérrez felicita a del Campo porque no ha dibujado la vestimenta (lo superficial) del gaucho ni ha intentado copiarlo, sino que -como Hidalgo- «ha mirado por los ojos del gaucho» y «ha sentido por su corazón», Hernández reivindica copiar fielmente el original: «mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes».

* Si Gutiérrez establece la genealogía y la excelencia del género en la línea Hidalgo-Ascasubi-del Campo, Hernández la refuta de una manera muy curiosa: les reconoce «mucho mérito», en el sentido estético del término, pero les niega veracidad porque el gaucho de esa gauchesca no refleja la realidad social (no copia el modelo original) -con lo que determina, al mismo tiempo, su forma de entender la relación entre literatura y sociedad.

Y en un sentido más amplio pero también más específico, en el que vale la pena detenerse, si del Campo inscribe al Fausto en una red intertextual que une la literatura oral con la literatura escrita, la Edad Media con la Modernidad, las formas populares con las formas cultas del arte, la leyenda con la ópera, y a Europa con el Río de la Plata, todo lo cual posiciona al gaucho como continuador de una tradición cultural europea, porque también y en otro sentido esa misma red lo une a del Campo con Hilario Ascasubi, Hernández coloca al Martín Fierro en una trama interdiscursiva local, donde el discurso literario parece una mera aunque lógica continuación del discurso político -en palabras de Antonio Pagés Larraya [1952: 57], «La política es lo más preponderante en la idiosincracia de Hernández. Son impulsos, ideas e inclinaciones políticos los que lo llevan a la creación literaria. Lo estético está insumido en lo político».

La red intertextual de del Campo remite a la ópera compuesta por Charles Gounod, con libreto de Jules Barbier y Michel Carré, en 1859; que remite a su vez al drama de Johann W. von Goethe, publicado en dos partes, en 1808 y 1832; que remite a su vez a la Historia del doctor Juan Fausto el muy famoso encantador y nigromante, impresa por Johann Spies, en 1587; que remite a su vez a una vasta tradición oral alemana, que afirma que ese sujeto llamado Fausto verdaderamente habría existido entre 1480 y 1540 [cfr. Caeiro, 1997].

Esta cadena -que bien puede admitir ramificaciones para hacer ingresar a otros músicos, como Richard Wagner y Hector Berlioz, y a otros escritores, como Christopher Marlowe, que también se abocaron al tema fáustico- permite observar que del Campo “nacionaliza” uno de los grandes mitos de la civilización occidental; y elige el género gauchesco para hacerlo: si el personaje de Ascasubi se llamaba Aniceto el Gallo, el suyo -claro descendiente- se llama Anastasio el Pollo; por eso al poema se lo suele denominar el Fausto criollo.

La red interdiscursiva de Hernández une los tres epígrafes documentales y poéticos que acompañaban a la primera edición con la carta a Miguens: un discurso de Nicasio Oroño en el Senado de la Nación, en 1869, contra la leva indiscriminada, símbolo del «despotismo y la crueldad con que tratamos a los pobres paisanos»; una noticia publicada por el diario La Nación, en noviembre de 1872, que da cuenta del estado de indigencia en que se encuentran los fortines y sus soldados; y el poema “El payador”, del poeta y político uruguayo Alejandro Magariños Cervantes, donde el gaucho canta sus «congojas».

La ida reproduce distintos elementos presentes en estos textos: como el payador de Magariños, Fierro ha de cantar su pena estrordinaria en «desaliñadas coplas» que va formulando «sin esfuerzo ni trabajo», copiando a la naturaleza, «su maestro» en este difícil arte; como lo denuncia el senador santafesino en el Congreso, Fierro será uno de esos labradores o artesanos que, «cuando se quiere mandar un contingente a la frontera», son tomados «por sorpresa», entiéndase por la fuerza; y como denuncia el diario de Mitre, Fierro, una vez en el fortín, estará desnudo, desarmado, desmontado y hambriento, lo que da cuenta de la negligencia del gobierno de Sarmiento.

Nos falta Miguens, según Élida Lois [2003: 199], un estanciero «vinculado a la realidad social que describe el poema, ya que en 1866, siendo juez de paz y comisario del antiguo partido de Arenales, había denunciado ante sus superiores en forma reiterada procedimientos arbitrarios en el reclutamiento de fuerzas de frontera». Decir Arenales es decir Ayacucho, pueblo fundado por Miguens en aquel 1866, donde Fierro gana carreras con su moro: «Con él gané en Ayacucho / más plata que agua bendita» (v. 363-64). Miguens, además, fue militante del Partido Autonomista y senador en 1874.

En otras palabras, hay aquí una investigación pendiente que interprete esas voces en clave política: Oroño, Mitre, Miguens y Magariños Cervantes son actores políticos destacados de esos años, en Argentina y en Uruguay. Sus nombres unen literatura, periodismo, poder político, poder judicial y poder económico; definen una red interdiscursiva que funciona como un “canon de voces” en el que Martín Fierro será, apenas, la nueva “voz cantante”, pero no la primera y por lo tanto no original. Así, y en última instancia, esa red legitima la estrategia de Hernández en cuanto a la relación entre literatura y sociedad: Fierro es copia, una reproducción, reproduce lo que ya han dicho otros; esos otros son la voz del poder; a la literatura le correspondería reproducirla, no intentar decir algo nuevo o diferente.

 

2. personaje. Fierro, en realidad, entre La ida y La vuelta, transita de la inclusión a la exclusión, y desde ésta procura una inclusión alternativa. Si en un principio su pena estrordinaria denuncia la primera de esas transformaciones como una injusticia que amerita luchar contra el Estado que la hizo posible, termina ofreciéndose mansamente para pelear contra el nuevo enemigo que ha encontrado ese Estado que durante tanto tiempo lo ha victimizado.

Fierro ha nacido y se ha criado en una estancia (v. 1103). Nada nos dice de sus padres: ¿eran propietarios o empleados de esa estancia? Supongamos lo mínimo, pensemos a Fierro como hijo de peones y criado entre la peonada. Nacer y criarse en una estancia significa estabilidad cuanto menos laboral de los padres, de lo que se deduce una inclusión social de larga data. Ahora, cuando empiezan sus problemas, Fierro tiene «hijos, hacienda y mujer» (v. 290) y es arrendatario (v. 1035-36).

Durante gran parte del siglo xix, en esa unidad productiva a la que llamamos “la pampa” existió un sistema de ascenso social por acceso a la tierra que de abajo hacia arriba escalonaba los mecanismos de la “agregaduría”, la “aparcería” y el “arrendamiento”; por debajo del “agregado” se ubicaban los peones y por sobre los arrendatarios, los pequeños propietarios [cfr., Demarchi, 2007].

Según Blanca Zeberio [1999: 315], el estanciero recurría a las opciones intermedias para asegurarse «una rápida puesta en producción evitando la pérdida del control de la tierra, así como la realización de grandes inversiones de capital». Pero de esa manera se terminó generando un sistema de ascenso social que ha quedado perfectamente registrado, sobre todo con anterioridad a 1880: un sujeto en 3-4 años de duro trabajo junto a su núcleo familiar podía pasar del sistema de aparcería al de arriendo, y en 3-4 años más convertirse en propietario [ibid.: 317-ss.].

Osvaldo Barsky y Julio Djenderedjian [2003: 405-419] van más allá y aseguran que durante la segunda mitad del siglo xix muchos arrendatarios estaban en condiciones de comprar las tierras que alquilaban, pero preferían destinar ese capital a la producción en vez de inmovilizarlo; o sea que era más conveniente alquilar tierra que comprarla. Para Eduardo Míguez [2005: 34], esto era así porque «lo que realmente tenía valor era el ganado», aún la propiedad de la tierra no había pasado a un primer plano.

Entonces, cuando Martín Fierro cae en la arriada que provoca el juez de paz en la pulpería (v. 307-18), se encontraba en pleno proceso de acumulación económica. Por lo tanto, como ha señalado Tulio Halperin Donghi [1995 (1980): 89], en la lectura del poema tenemos que advertir que «el lugar del héroe en la sociedad ganadera […] está lejos de ser ínfimo».

Fierro -y estos son los sentidos positivos que alcanza la palabra “gaucho” en La ida- es un “vecino honrado”, un “productor” que apuesta al “progreso” y que se encuentra en consecuencia en pleno proceso de capitalización. Pero la sociedad ganadera a la que representa es victimizada por el gobierno (nacional y provincial), el juez de paz, en una palabra, la autoridá, en tanto representante del Estado.

El “testimonio” de Fierro implica un padecimiento en un tiempo histórico claramente fechado: cuando huye del fortín, se habla de la próxima visita de «un menistro o qué sé yo... / que lo llamaban Don Ganza» (v. 953-54), que no es otro que Martín de Gainza, ministro de Guerra de la presidencia Sarmiento (1868-1874).

Por oposición, hay un tiempo mítico en el que la comunidad rural vivía en perfecta armonía, sin la más mínima intervención de los agentes del Estado. En esa vida comunitaria, donde un grupo de varones y mujeres se mueve como si se tratase del personal de una estancia criolla tradicional (canto ii), el gauchaje llega al extremo de percibir al trabajo no como una obligación sino como un espectáculo que los entretiene: «Aquello no era trabajo / más bien era una junción» (v. 223-24). Y aunque exista y se reconozca una diferencia entre “gaucho” y “patrón”, éste, como lo trata a aquél de igual a igual, en medio de las tareas lo llama «pa darle un trago de caña» (v. 227).

Pero ahora, dice Fierro, al gaucho se le va la vida «en juir de la autoridá» (v. 258). Así, el Estado aparece como el culpable de la destrucción de ese sistema productivo armónico y de los núcleos familiares que lo sostenían.

La diferencia es radical: de un lado, la felicidad gaucha, esa utópica convivencia entre gauchos y terratenientes sin la intervención del Estado; del otro, la desgracia del gaucho, originada casualmente por la intervención del Estado.

Hay que tomar distancia, entonces, de la opinión de José Pablo Feinmann [1986 (1970-1982): 174-175), para quien no es importante dilucidar si «esa descripción de la edad dorada del gauchaje [...] corresponde realmente a algún momento histórico o sólo se trata del transitado tema literario del paraíso perdido». Feinmann no quiere distinguir “verdad histórica” de “relato mítico”, pero quiere leer el poema en clave económica y sostener que Hernández propone la tesis de que la civilización está en la campaña, que produce lo que Europa considera valioso [ibid.: 176-178] -idea que toma de Pagés Larraya [1952: 73]. Esa mezcolanza es inadmisible.

Cuando el Estado manda al gaucho-arrendatario al fortín, la reconstrucción de la cadena productiva de la pampa le demanda al estanciero lo que éste no quiere hacer (retomo la cita de Zeberio): invertir su propio capital para percibir una renta. De modo que lo que Hernández denomina en su carta a José Zoilo Miguens “clase desheredada” no es otra que aquella a la cual una intervención del Estado le impidió “heredar” la función social que le había asignado la “clase terrateniente”.

En La vuelta (1879), Martín Fierro vuelve para eso, para ver si es posible convertirse en peón en alguna estancia (v. 136-144) y así ocupar la posición que le adjudica el “contrato social”: como «El trabajar es la ley», «Debe trabajar el hombre / para ganarse su pan» (v. 4649 y 4655-56) -admite ante sus hijos y el joven Picardía.

El regreso con ese objetivo está en consonancia con el proceso de conversión del gaucho en peón que por entonces lleva adelante la “vanguardia ganadera” fundadora de la Sociedad Rural Argentina, en 1866, imponiéndole a la estancia tradicional el ritmo y la división del trabajo que impera en el modelo fabril [cfr., Sesto, 2005: 141-157].

Un punto clave de ese programa ganadero es la no violencia; en sintonía con ello, en una de las más famosas sextinas del poema, Fierro aconseja prescindir de la lucha entre facciones: «Los hermanos sean unidos, / porque ésa es la ley primera; / tengan unión verdadera / en cualquier tiempo que sea, / porque si entre ellos pelean / los devoran los de ajuera» (v. 4691-96). No debe olvidarse que los Fierro se separan y hasta cambian de nombre -«aquel que su nombre muda / tiene culpas que esconder» (v. 4797-98)-, o sea que la hermandad del consejo no es literal sino metafórica -remite a pueblo o nación.

En medio de todas estas transformaciones, una que no es menor: si en La ida, Fierro decide primero desertar -porque el fortín es un mal que no tiene cura (v. 830)- y más tarde irse con los indios -para salirse «de este infierno» (v. 2186) y estar en un sitio adonde no llega «la facultá del gobierno» (v. 2190)-, en La vuelta sostiene que el verdadero infierno son los indios, así que está dispuesto, llegado el caso, a volver al fortín: «pues infierno por infierno, / prefiero el de la frontera» (v. 1549-50).

Téngase presente que su retorno es contemporáneo a la campaña de Julio Argentino Roca contra los indios, declarado nuevo enemigo de la Patria. Como dice Halperin Donghi [1995 (1980): 100], esa expedición identifica a Roca «con las más arraigadas ambiciones de la clase terrateniente porteña». Lois [2003: 211] recuerda que si bien la Conquista del Desierto tuvo lugar entre abril y mayo de 1879 (La vuelta se publicó en marzo de ese año), «el general Roca, su comandante, había dispuesto una ofensiva preliminar: a lo largo de 1878, pequeños contingentes de rápido desplazamiento fueron desgastando a los indígenas antes de la expedición final». A ello se refiere el relato del regresado Martín Fierro: «pero, si yo no me engaño, / concluyó ese bandalaje, / y esos bárbaros salvajes / no podrán hacer más daño. // Las tribus están desechas; / los caciques más altivos / están muertos o cautivos / privaos de toda esperanza, / y de la chusma y de lanza / ya muy pocos quedan vivos» (v. 669-678).

La confianza en el proyecto es tal que se da por descontada la victoria final. Con todo, el poema no pierde la oportunidad de deshumanizar al indio hasta evaluarlo como el reverso absoluto del “cristiano”: «es duro con el cautivo» (v. 387) y libra una «guerra cruel» (v. 541) porque «no hay plegaria que lo ablande / ni dolor que lo conmueva» (v. 551-52); «no golpea la compasión / en el pecho del infiel» (v. 557-58); como «El indio nunca se ríe» (v. 571), cabe pensar que la alegría sólo «le pertenece al cristiano» (v. 576); en una palabra, «parece que a todos ellos / los ha maldecido Dios» (v. 581-82), si «hasta los nombres que tienen / son de animales y fieras» (v. 5993-94).

Pagés Larraya [1952: 63-64], un gran “defensor” de Hernández, no ha podido dejar de señalar la enorme distancia que separa a estos versos de La vuelta con lo que como periodista había afirmado diez exactos años antes, desde las páginas de El Río de la Plata: «Mientras en el poema el indio aparece como un ser inferior, porque es una comprobación, en los artículos de El Río de la Plata está presentado como una víctima, porque allí se trata de ver el problema y de procurar soluciones».

Esa diferencia marca la otra gran transformación que experimenta Fierro entre La ida y La vuelta. ¿Qué imagen del indio presenta Fierro en La ida? Primero, menta un indio que le expresará su solidaridad: «Yo sé que allá los caciques / amparan a los cristianos, / y que los tratan de “hermanos” / cuando se van por su gusto. / ¿A qué andar pasando sustos? / Alcemos el poncho y vamos» (v. 2191-96). Segundo, augura el fin de sus padecimientos: «Allá habrá siguridá / ya que aquí no la tenemos, / menos males pasaremos / y ha de haber grande alegría / el día que nos descolguemos / en alguna toldería» (v. 2233-38). Tercero, esa “mejor vida” incluye lo material: «Allá no hay que trabajar, / vive uno como un señor» (v. 2245-46).

Estos argumentos, con los que Fierro le justifica a Cruz por qué se refala a los indios, en realidad, trasladan la comunidad armónica descripta en el mito de la estancia pampeana a la toldería indígena, que es el espacio al cual no ha ingresado todavía el Estado: «y hasta los indios no alcanza / la facultá del gobierno» (v. 2189-90).

 

3. autor. José Hernández es vocero de la clase terrateniente o busca demostrar que posee sobradas virtudes para serlo.

Para David Viñas [2003 (1982): 171-172], es «el autor más profundamente adscrito a su clase», la de los estancieros, lo que lo convierte «en el poeta épico ejemplar de la generación de Roca», o sea la Generación del 80. Aunque resulte increíble, Pagés Larraya [1952: 96] opina en el mismo sentido: «Los lazos de Hernández con el régimen instaurado el 80 son patentes». (Por cierto, no se queda ahí: en una lectura de los conflictos políticos decimonónicos según la tradicional división “federales/unitarios”, Pagés Larraya [ibid.: 113-14] posiciona a Roca y sus aliados en el polo del unitarismo.)

Halperin Donghi [1985: 224-252] ha encontrado una curiosa similitud entre los artículos periodísticos de Hernández, sobre todo de El Río de la Plata (1869-1870), y el discurso de la Sociedad Rural Argentina, que a partir de su fundación en 1866 se configura como representante de los intereses de la clase terrateniente. Peticionaba al Estado (a) que se hiciera cargo de una serie de obras que valorizacen las tierras y lo que en ellas se producía; (b) que redujera la carga impositiva que soportaban los hacendados; (c) que reformulara su política de frontera cobrándole impuestos al trabajador rural que, por su ocupación, no realizaba el servicio militar para, con lo recaudado, pagarle un sueldo al efectivamente enganchado en el ejército; (d) que no legislara contra el latifundio; (e) que analizara la posibilidad de colocar una serie de colonias agrícolas en la propia frontera por delante de las estancias (lo que en la práctica significaría una nueva “línea de defensa” para que el indio no cayera directamente sobre las estancias); y (f) que admitiera que los hacendados eran la “guía” natural de la campaña.

Entiende Halperin Donghi [ibid.: 273] que la línea argumental de Hernández «se ubica en un plano muy distinto del preferido por los voceros de la Sociedad Rural», pero «las reivindicaciones que funda en esos argumentos repiten fielmente las de esos voceros». En definitiva, coinciden en presentar a la pampa como una compleja unidad productiva donde cualquier perturbación impacta sobre su producción.

Por ejemplo, en un artículo del 4 de setiembre de 1869, en medio de una serie de expresiones que buscan transmitir la idea de que no es la primera vez que opina de esta manera («hemos combatido», «hemos dicho», etc.), Hernández [1995 (1869.a): 503] se manifiesta contra el sistema de leva calificándolo parte central de aquellas medidas «que condenan a la esclavitud a los ciudadanos más útiles al país, que introducen una perturbación general en la campaña, y los obligan a andar errantes y sin hogar, para sustraerse a los rigores de una ley despótica y arbitraria».

Léase con atención: la leva perturba la campaña porque hace de los ciudadanos más útilesesclavos del Estado; los más útiles no son los que poseen la tierra sino aquellos que, trabajándola, hacen posible su renta; y si estos pobres hombres no tienen otra alternativa que andar huyendo de un lado para el otro para no ser enganchados, no hay quien produzca esa renta.

Además, agrega Hernández, la leva sólo pesa «sobre la clase trabajadora que tiene familia y hogar que atender», mientras que «la clase vagamunda se sustrae a su rigor, burlando los decretos que nuestros gobiernos lanzan a la campaña» [ibid.]. O sea que el Estado perturba la campaña en dos sentidos: enlista en el ejército a los trabajadores que tienen capacidad para engrandecer al país y no tiene medios para hacer algo semejante con la clase vagamunda, que (explica luego) «no tiene hogar, ni profesión, y que importa de otro modo una amenaza permanente contra el orden social y político» [ibid.: 504]. La “clase trabajadora”, entonces, es la “clase gaucha” que en la carta a Miguens aparece “desheredada”.

Hernández remata el artículo sosteniendo que si el Estado no puede transformar la ley de leva en un enganche voluntario y asalariado, es preferible «que la frontera quede abandonada, que los hacendados y los pueblos de la campaña no tengan otra defensa que la suya propia» [ibid.]. En otras palabras: si el Estado no quiere hacer lo que se le exige, es preferible que no haga nada, que no intervenga, que deje que los propios habitantes de la campaña decidan cómo se defenderán de los peligros que acechan en la frontera.

Un artículo publicado en dos partes el 30 de setiembre y el 1 de octubre de 1869 retoma estas cuestiones y hasta preanuncia la carta a Miguens. Dice en el primer fragmento: «El primer deber de los gobiernos es atender las necesidades más vitales del pueblo, satisfacer su apetito, vestir su desnudez, garantir en una palabra su vida y su propiedad» [Hernández, 1995 (1869.b): 505]. Y en el segundo interroga: «¿Hay garantías para el habitante de la campaña? No las hay, porque el ciudadano está expuesto a ser víctima de las invasiones de los indios, o de la tropelía de los agentes del poder» [ibid.: 508]. La conclusión ya estaba anunciada en la primera línea de esta segunda parte: «El progreso será siempre una mentira, mientras haya hijos desheredados de garantías y derechos» [ibid.: 507].

Tanto la noción de “herencia” (y su negación) como el concepto de “hijo” remiten a un “padre”. En el discurso (cronológicamente) primero periodístico y luego literario -pero siempre político- de Hernández, el Estado es el agente que impide que el gaucho reciba su “herencia”. Ezequiel Martínez Estrada [1948.i: 316] entendió que «lo que Martín Fierro añora es la protección paternal del gobierno o del estanciero, esa otra orfandad del que no tiene ocupación fija». Creo que, en realidad, no hay dos “paternidades” posibles: Fierro no es “hijo” del Estado -el Estado paternalista que ve Martínez Estrada es el Estado Peronista-, sino del estanciero. En este sentido, hay que decir que el mejor lector de este “parentesco” es Ricardo Güiraldes: en Don Segundo Sombra (1926), el reserito Fabio Cáceres es -literalmente- hijo y heredero del estanciero.

Varios de estos tópicos se entrecruzan en un artículo del 1 de setiembre de 1869, recopilado por Pagés Larraya. Aquí Hernández [1952 (1869): 193-96] exige que las tierras en poder del fisco pasen a manos del pueblo, su verdadero propietario, a través de un sistema de subdivisión en pequeños lotes para atraer «una población cuyo espíritu emprendedor se excita en una lucha prolífica y estimulante». ¿Precisa Hernández dónde están ubicadas esas tierras? En la región bonaerense más atacada por los indios: su plan resolvería «en pocos años» el problema insoluble de la frontera y el flagelo de los indios porque llevaría «al desierto las locomotoras del progreso».

Este discurso periodístico contra la participación del Estado en “la pampa-unidad productiva” ingresa sin modificaciones en La ida; sólo basta recordar los elementos que caracterizan al tiempo mítico y altiempo histórico. En el tiempo mítico: (a) el gauchaje no considera trabajo a sus labores sino junción (v. 223-24); (b) el patrón les plantea un trato “igualitario” (v. 227-28); y (c) el Estado brilla por su ausencia. Y en el tiempo histórico, Fierro está tan desinteresado de lo que pase con el Estado que no participa de los procesos electorales: «A mi el Juez me tomó entre ojos / en la última votación; / me le había hecho el remolón / y no me arrimé ese día, / y él dijo que yo servía / a los de la esposición» (v. 343-48). Sin embargo, Fierro aclara que no vota porque no le interesa y no considera que le corresponda hacerlo: «que sean malas o sean güenas / las listas, siempre me escondo: / yo soy un gaucho redondo / y esas cosas no me enllenan» (v. 351-54).

Según el glosario gauchesco confeccionado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares [1955.i: 180], “redondo” significa “ignorante” y “enllenarse”, “satisfacerse” [1955.ii: 773]. Por lo tanto, Fierro admite que no va a votar porque es un ignorante a quien la cosa política no lo contenta. Fierro no valora la lucha política y llega al extremo de evaluar negativamente a la autoridad que surge de ella; en su discurso, el valor positivo lo tiene esa espectacular alianza mítica entre gauchos y patrones que no está regida por la economía sino por la estética.

Periodismo, literatura y política son, para Hernández, parafraseando a Pagés Larraya [1952: 16], distintos episodios de un mismo («largo y formidable») combate. Esa unidad también la subrayó uno de sus grandes críticos, Martínez Estrada [1948.i: 31]: «Por convicciones políticas Hernández empuñó las armas siempre; por convicciones políticas fundó periódicos, escribió artículos y panfletos, pronunció discursos. Debemos ver, en la formación del poema, que éste nace del mismo propósito».

Desde el punto de vista de Halperin Donghi [1985: 41 y ss.], el Hernández político tenía una gran sensibilidad para captar tendencias dominantes, pero no sabía leer los cambios a tiempo; dicho de otra manera, podía vislumbrar al detalle ciertos procesos políticos pero no operaba en consecuencia.

Hay un ejemplo al que cabe considerar como paradigmático. A fines de la década de 1860, Hernández sería quien mejor advierte que el federalismo, a pesar de las sucesivas derrotas que ha padecido en los últimos años, aún tiene un espacio importante en la arena política nacional. Su propuesta es «emprender una radical redefinición de su fe política, despojándola de los motivos facciosos acumulados en la larga etapa de discordia civil cuyo fin adivina, y resolviéndola de este modo en una adhesión sin reticencias al nuevo consenso político en formación» [Halperin Donghi, 1995 (1980): 66].

En la presidencia está Sarmiento, a cuya candidatura Hernández se ha opuesto. Pero ahora, en esta coyuntura política, razona que le debe apoyo y por lo tanto presenta desde las páginas de su diario, El Río de la Plata, «un breviario de ideas que aspira a dotar de un contenido al consenso naciente» [ibid.: 68]. Ideológicamente, Hernández está pensando en un liberalismo más democrático y reformista que el que encarna Bartolomé Mitre [ibid.: 70-76].

Su lectura del momento es correcta, pero su accionar es tímido: Justo José de Urquiza, el viejo caudillo federal, se reconcilia con el presidente Sarmiento, que viaja a Entre Ríos para sellar un acuerdo histórico, y Hernández no forma parte de la delegación porque no se encuentra lo suficientemente cerca de ninguno de los dos.

Ante el asesinato de Urquiza, que ocurre poco después, evita un pronunciamiento contra el presunto autor del crimen, Ricardo López Jordán, y busca que las miradas se dirijan hacia Mitre, a quien califica como su “autor intelectual”, como si la continuidad del pacto político dependiese de recordar al enemigo; no se da cuenta de que, en realidad, dicho acuerdo seguirá vigente, pero que de él quedarán marginados los sectores del federalismo que se unan al jordanismo. Cuando ya no puede generar nuevos argumentos a favor de lo que él ha bautizado “alegato por la paz”, decide cerrar el diario y sumarse al jordanismo.

Lois [2003: 196] resume así aquellos tiempos: «cuando en abril de 1870 estalla la revolución de Ricardo López Jordán, Hernández cierra su diario y en noviembre se une a las fuerzas del caudillo entrerriano. En 1871, después de tomar parte en la batalla de Ñaembé -donde los jordanistas son vencidos-, se exilia en Sant’Ana do Livramento (Rio Grande do Sul)». A propósito: la batalla de Ñaembé tuvo lugar el 26 de enero de 1871, y al mando del ejército nacional se encontraba el por entonces teniente coronel Julio Argentino Roca.

El silencio/exilio dura relativamente poco: Hernández fecha la carta a Miguens en diciembre de 1872, es decir cuando el libro se imprime. Dos años más tarde, el presidente Nicolás Avellaneda incita a los exiliados a volver al país con una amnistía. Hernández acepta el convite e inmediatamente reorganiza su actividad política y literaria: en 1875, ya está radicado en Buenos Aires, milita en el Partido Autonomista y reedita Vida del Chacho (1863), «aunque con numerosas variantes -con las que se busca contener los desbordes de un desatado discurso panfletario- y suprimiendo secuencias particularmente virulentas» [ibid.: 207]. De allí en más, y hasta su muerte, la política es, sin duda, su principal actividad. Y desde la legislatura bonaerense, donde primero es diputado y más tarde senador, apoya la candidatura presidencial de Roca.

Desde el momento en que Hernández integra la poderosa dirigencia política de la época, Fierro no puede seguir viviendo con los indios: se impone La vuelta y, con ella, las fuertes transformaciones del personaje ya comentadas.

 

4. lector. El poema, en principio, está dirigido a la élite porteña.

Lucas Rubinich [1983: 40-41] ha inferido «la indiferencia del público culto» de la falta de publicidad de librerías porteñas promocionando La ida y de una carta de Miguel Cané a Hernández en la que imagina cómo deben gozar los gauchos, no los espíritus cultivados, con las aventuras de Fierro; pero no se pregunta por el destinario del texto. A Adolfo Prieto [2006 (1988): 52], en cambio, le resultaevidente que Hernández no puede haberse desentendido «completamente del lector de las ciudades», y que sólo un sujeto urbano podía captar las «connotaciones políticas y sociales» del poema.

Por su parte, Lois [2003: 200] recuerda que la primera edición de La ida contenía un artículo programático -“El camino trasandino”-, cuyo destinatario no podía ser el habitante de la campaña; Alejandro Eujanián [1999: 597-601] entiende que sólo hay que leer los distintos prólogos del Fierro para darse cuenta de que el destinatario es la élite; y Halperin Donghi [1985: 303] sostiene que en esa serie de prólogos se puede observar cómo el reconocimiento político y literario que Hernández va obteniendo inducen reajustes en las imágenes que sucesivamente presentan del autor y del héroe.

El primer prólogo es -insisto- la carta a José Zoilo Miguens. El gaucho es una «clase desheredada de nuestro país», la «víctima» de una serie de «abusos y desgracias», que por lo tanto necesita la «protección» de personas poderosas como Miguens.

Anotemos que entre “abuso” y “desgracia” hay una distancia considerable: “abuso” es asociable a “atropello” e “ilegalidad”, e implica la acción de un atacante (alguien abusa de alguien); en cambio, el término “desgracia”, que se puede usar con el sentido de “mala suerte” o para hablar de una “catástrofe”, se aproxima a la noción de “desamparo”, de manera que señala claramente al “desgraciado”, al “infeliz” o “desvalido”, al mismo tiempo que deja indeterminado al agente que origina el “daño”.

En la conjunción -abusos y desgracias-, entonces, lo que el primer término afirma con decisión, el segundo lo desdibuja con su vaguedad. El problema de Hernández: cómo atacar a la élite deseando ingresar a ella. Téngase en cuenta que no sólo le está destinando la carta-prólogo a un estanciero que ha sido juez de paz, sino que está colocando como pórticos del poema el discurso de un senador de la Nación y una noticia publicada en el diario de su viejo enemigo y ex presidente, Bartolomé Mitre. Todos ellos forman parte de la élite, pero han criticado la situación del gaucho. Hernández, entonces, escribe suponiendo que en la élite hay una grieta tal que les permite a estos notables formar parte del poder pero oponerse a algunos de sus proyectos; si la grieta existe, y él sabe recorrerla, podría incorporarse, ser reconocido como una voz nueva.

De allí que su caracterización del gaucho no sea “positiva”. Como es un ignorante, Fierro no sabe pensar, o sea que no encadena lógicamente sus ideas. Y sus impulsos y arrebatos son signos de que está más cerca de la naturaleza que de la cultura, ya que la educación no lo ha «pulido y suavizado». Por ambas razones, Fierro es un tipo (en el sentido de arquetipo) que personifica a nuestros gauchos: «Cuantos conozcan con propiedad el original, podrán juzgar si hay o no semejanza en la copia». Aunque parezca mentira, esta representación no difiere de aquella que Sarmiento presentó bajo el rótulo de “barbarie” en su Facundo. El punto clave para Hernández es, en realidad, discutir lo que Sarmiento denomina “civilización”, destacar ciertas “barbaridades” que comete el “progreso”.

Hernández quiere presentar «su fisonomía moral, y los accidentes de su existencia», o sea cómo el gaucho -a pesar de su falta de educación- diferencia el bien del mal y cómo acusa recibo de lasdesgracias que amenazan su vida. Y su preocupación es que, «al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo». Si el gaucho finalmente desaparece, ¿quién ocupará su lugar en la cadena productiva? Por eso es que los estancieros como Miguens tienen que juzgarlo «con benignidad» y protegerlo.

El siguiente prólogo es la “Carta de José Hernández a los editores de la octava edición”, fechada en agosto de 1874. (Para Lois [2003: 202] no puede ser más que la segunda edición con formato de libro; Hernández extendería la serie contando las ediciones que han hecho diarios y revistas.) Primer dato, ahora el editor es un plural anónimo. Segundo, ocupan el lugar que inicialmente tenía Martín Fierro en el anterior y el público, el de Miguens: Hernández desea «que el público compense con generosa protección» a sus editores. Tercero, esta carta busca pagar «una deuda de gratitud que tengo para con los escritores que, dignándose ocuparse de mi humilde trabajo, lo han ennoblecido con sus juicios», lo que quiere decir que ahora se hablará a los lectores no de los méritos del personaje Martín Fierro sino de las cualidades del escritor José Hernández; de lo que se trata entonces es de observar cómo informa sobre la nueva posición que ha alcanzado en el campo intelectual y, por extensión y dependencia, político.

Los diarios de Buenos Aires y de la campaña, de Rosario, Corrientes, Concordia, Montevideo y Paysandú que han reproducido su poema, total o parcialmente, representan «todos los matices de la opinión», es decir que todo el arco ideológico de la prensa argentina y uruguaya ha protegido a su Martín Fierro. El juicio ha sido unánime y favorable. Se trata de una prensa que está dejando de ser “facciosa” y/o vocera de los partidos políticos. Por lo tanto, puede volver visible y estimable (valioso) a Hernández para distintos públicos -al tiempo que hace llegar el poema adonde tal vez no llega el libro por problemas de distribución y/o comercialización.

Antes de dar por terminada la carta, como ahora integra el selecto grupo de personas que acostumbra hacer «confidencias» al público, se permite presentar lo que vale considerar su programa político para «mejorar la condición de nuestros gauchos»: «Mientras que la ganadería constituya las fuentes principales de nuestra riqueza pública, el hijo de los campos designado por la sociedad con el nombre degaucho será un elemento, un agente indispensable para la industria rural, un motor sin el cual se entorpecería sensiblemente la marcha y el desarrollo de esa misma industria, que es la base de un bienestar permanente y en que se cifran todas las esperanzas de riquezas para el porvenir».

Allí está nuevamente el gaucho instalado en una red de parentescos: es hijo de los campos y, como tal, agente indispensable de la industria rural que sostiene la economía nacional: la ganadería; industria que la metáfora filial transforma en un emprendimiento familiar. Sin el gaucho-hijo, la industria se detiene, los campos no producen; es entonces natural que reclame derechos: recordando la carta-prólogo anterior, una herencia. Semejante discurso no puede estar dirigido más que a la élite dirigente para advertirle sobre los riesgos que se corren si se continúa maltratando al gaucho. Por eso entiende que el gaucho «debe ser ciudadano y no paria», término con que lo definía Guido y Spano en el prólogo del Fausto; «debe tener deberes y también derechos, y su cultura debe mejorar su condición».

Una prueba más de que le habla a la élite: discute el proyecto que el liberalismo, marcado por el discurso positivista, quiere instrumentar en Argentina; Hernández dice, en definitiva, que no es necesario industrializar el país para hacerlo progresar en el sentido que marchan las naciones europeas, impulsadas de un tiempo a esta parte por la revolución industrial, porque ya tiene la industria que necesita. Recuérdese que en una cita ya analizada ha designado a la ganadería como industria rural y al gaucho como motor. Ahora afirma: «La naturaleza de la industria no determina por sí sola los grados de riqueza de un país, ni es el barómetro de su civilización». Y una vez más sostiene que, entre nosotros, el desarrollo de la civilización depende de la ganadería: «La ganadería puede constituir la principal y más abundante fuente de riqueza de una nación, y esa sociedad, sin embargo, puede hallarse dotada de instituciones libres como las más adelantadas del mundo; puede tener un sistema rentístico debidamente organizado, y establecido sólida y ventajosamente su crédito exterior; puede poseer universidades, colegios, un periodismo abundante e ilustrado; una legislación propia, círculos literarios y científicos», etc. (la enumeración es por demás extensa). Es decir, podemos tener todos los rasgos culturales que identifican a las naciones más civilizadas del mundo como “efecto derrame” de la riqueza que para nosotros representa la ganadería; pero sin la ganadería no somos nada porque no tendremos nuestra natural fuente de ingresos; y para que la ganadería produzca, ya lo ha dicho, es imprescindible el gaucho.

También hay que pensar que le escribe a la élite cuando le asigna a su Martín Fierro una función especial entre la clase gaucha: como ésta se ha de identificar en sus desgracias, el autor desea que «haga sentir a los que escuchen al calor del hogar la relación de sus padecimientos el deseo de poderlo leer». Si Sarmiento, cuya presidencia está a punto de concluir, multiplicó las escuelas, ahora llega el libro de lectura que necesitan sus aulas. Así, el destino del poema sería la pedagogía, y una pedagogía que se justifica desde la economía -lo cual anticipa, en más de un sentido su Instrucción del estanciero (1882).

En el segmento siguiente, Hernández transcribe varios párrafos de una carta firmada por Ricardo Gutiérrez -protagonista principalísimo, recordemos, en la gestación del Fausto- y fechada en París, que ha leído en el diario. ¿Qué le interesa? Que, según Gutiérrez, en Francia, educar a “los hombres del pueblo” significa enseñarles un trabajo; y que cuando le preguntan si los gauchos son antropófagos, responde que no, «son criaturas de un corazón noble y bravo, de una inteligencia sorprendente; son hospitalarios, sobrios y generosos y habituados a tan enormes trabajos rurales, que son los únicos que no le sean disputados por el incesante concurso de la inmigración».

Me interesa la relación que se puede establecer entre el principio y el final de la cita: el gaucho sabe hacer un trabajo tan enorme que el inmigrante no lo puede soportar (no se lo disputa), de modo que no podría ser su reemplazo; por lo tanto, como en la industria rural no tiene reemplazo posible, resulta imperativo asegurar la supervivencia del gaucho, y para ello es necesario configurar un sistema educativo específico donde “el hombre del pueblo” aprenda labores tan particulares.

Pues bien, a ese sistema lo viene implementando nada menos que la “vanguardia ganadera” que funda la Sociedad Rural Argentina -que pone al inmigrante en el lugar del maestro y al criollo como aprendiz [cfr., Sesto, 2005: 59].

El siguiente prólogo está en La vuelta: no tiene fecha exacta aunque, como la primera edición de la segunda parte del poema, es de 1879; no se trata de una “carta”, sino de una “conversación”; y en lugar de los editores, ahora el interlocutor es “los lectores”. Y hay un cambio radical en la posición social del autor: antes se encontraba exiliado, ahora integra la dirigencia política ya que es legislador.

“Cuatro palabras de conversación con los lectores” despliega en su apertura toda una serie de números que hoy no dudaríamos en relacionar con las estrategias de publicidad propias de un best-seller: cuántas ediciones en cuántos años suman cuántos ejemplares, más lo que implica este nuevo lanzamiento.

Una vez dicho esto, Hernández recupera una idea que ya conocemos para darle una interesante vuelta de tuerca: Martín Fierro es copia de un original, y el original tiene defectos; no el libro, que se limita (por razones de fidelidad) a presentar los defectos del original. Esta es, apenas, la primera consideración “negativa” que hace sobre la clase social a la que pertenece el personaje del poema. La segunda aflora cuando le coloca como destino al libro «despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva», donde “primitivo” remite a una sociedad poco o nada evolucionada y por lo tanto se convierte en el otro polo de lo “civilizado”. Una tercera justifica ahora su estética: una literatura destinada a esta gente no puede ir más allá de cómo ellos hablan, aunque hablen mal, porque forzosamente tiene que ser «una continuación natural de su existencia», copia/reflejo de un original. Ahora sí, el destinatario es el habitante de la campaña -y tal destinación está determinada desde una posición “superior”.

De allí que retoma la relación entre literatura y educación. Si en La ida aspiraba a que su obra se convirtiese en libro de lectura, ahora afirma cuáles son los valores que un libro semejante debe enseñar: el trabajo honrado, la virtud moral, el sentimiento religioso, la moderación, el esfuerzo, la perseverancia, los diferentes deberes de padres e hijos, el amor conyugal, la libertad republicana. Y esos valores, como puede enseñarlos un texto aunque diga “naides” y no “nadie”, implica que es más importante el propósito moral que la cultura de la frase: la literatura, una vez más, queda absolutamente sojuzgada por la política.

Entre La ida La vuelta, entonces, Hernández articula las cuatro palabras que sostienen su decir: literatura y política, economía y saber. El gaucho tiene una importancia económica básica porque posee un poder-saber hacer que genera riqueza. Ahora bien, como es inculto, hay que educarlo para que pueda hacer un buen uso de los derechos políticos que le corresponden como ciudadano y de la porción económica que se le asigne de la riqueza que ha producido. Esta función la tiene que cumplir la literatura, fundamentalmente la poesía gauchesca.

 

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© Rogelio Demarchi 20089

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