La vuelta del Martín Fierro, Canto II
Triste suena mi guitarra
y el asunto lo requiere;
ninguno alegrías espere
sinó sentidos lamentos,
de aquél que en duros tormentos
nace, crece, vive y muere.
Es triste dejar sus pagos
y largarse a tierra agena
llevándosé la alma llena
de tormentos y dolores,
mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.
¡Irse a cruzar el desierto
lo mesmo que un forajido,
dejando aquí en el olvido,
como dejamos nosotras,
su mujer en brazos de otro
y sus hijitos perdidos!
¡Cuántas veces al cruzar
en esa inmensa llanura,
al verse en tal desventura
y tan lejos de los suyos,
se tira uno entre los yuyos
a llorar con amargura!
En la orilla de un arroyo
solitario lo pasaba;
en mil cosas cavilaba
y, a una güelta repentina,
se me hacía ver a mi china
o escuchar que me llamaba.
Y las aguas serenitas
bebe el pingo, trago a trago,
mientras sin ningún halago
pasa uno hasta sin comer
por pensar en su mujer,
en sus hijos y en su pago.
Recordarán que con Cruz
para el desierto tiramos;
en la pampa nos entramos,
cayendo por fin del viaje
a unos toldos de salvajes,
los primeros que encontramos.
La desgracia nos seguía,
llegamos en mal momento:
estaban en parlamento
tratando de una invasión,
y el indio en tal ocasión
recela hasta de su aliento.
Se armó un tremendo alboroto
cuando nos vieron llegar;
no podíamos aplacar
tan peligroso hervidero;
nos tomaron por bomberos
y nos quisieron lanciar.
Nos quitaron los caballos
a los muy pocos minutos;
estaban irresolutos,
quién sabe qué pretendían;
por los ojos nos metían
las lanzas aquellos brutos.
Y déle en su lengüeteo
hacer gestos y cabriolas;
uno desató las bolas
y se nos vino en seguida:
ya no créiamos con vida
salvar ni por carambola.
Allá no hay misericordia
ni esperanza que tener;
el indio es de parecer
que siempre matarse debe,
pues la sangre que no bebe
Ie gusta verla correr.
Cruz se dispuso a morir
peliando y me convidó;
aguantemos, dije yo,
el fuego hasta que nos queme:
menos los peligros teme
quien más veces los venció.
Se debe ser más prudente
cuanto el peligro es mayor;
siempre se salva mejor
andando con alvertencia,
porque no está la prudencia
reñida con el valor.
Vino al fin el lenguaraz
como a tráirnos el perdón;
nos dijo: "La salvación
"se la deben a un cacique,
"me manda que les esplique
"que se trata de un malón.
"Les ha dicho a los demás
"que ustedes queden cautivos
"por si cain algunos vivos
"en poder de los cristianos,
"rescatar a sus hermanos
"con estos dos fugitivos."
Volvieron al parlamento
a tratar de sus alianzas,
o tal vez de las matanzas;
y conforme les detallo,
hicieron cerco a caballo
recostándosé en las lanzas.
Dentra al centro un indio viejo
y allí a lengüetiar se larga;
quién sabe qué les encarga;
pero toda la riunión
lo escuchó con atención
lo menos tres horas largas.
Pegó al fin tres alaridos,
y ya principia otra danza;
para mostrar su pujanza
y dar pruebas de jinete
dio riendas rayando el flete
y revoliando la lanza.
Recorre luego la fila,
frente a cada indio se para,
lo amenaza cara a cara,
y en su juria aquel maldito
acompaña con su grito
el cimbrar de la tacuara.
Se vuelve aquéllo un incendio
más feo que la mesma guerra;
entre una nube de tierra
se hizo allí una mescolanza
de potros, indios y lanzas,
con alaridos que aterran.
Parece un baile de fieras,
sigún yo me lo imagino:
era inmenso el remolino,
las voces aterradoras,
hasta que al fin de dos horas
se aplacó aquel torbellino.
De noche formaban cerco
y en el centro nos ponían;
para mostrar que querían
quitarnos toda esperanza,
ocho o diez filas de lanzas
al rededor nos hacían.
Allí estaban vigilantes
cuidándonós a porfía;
cuando roncar parecían
"Huincá", gritaba cualquiera,
y toda la fila entera
"Huincá", "Huincá", repetía.
Pero el indio es dormilón
y tiene un sueño projundo;
es roncador sin segundo
y en tal confianza es su vida,
que ronca a pata tendida
aunque se dé güelta el mundo.
Nos aviriguaban todo
como aquél que se previene,
porque siempre les conviene
saber las juerzas que andan,
dónde están, quiénes las mandan,
qué caballos y armas tienen.
A cada respuesta nuestra
uno hace una esclamación,
y luego, en continuación,
aquellos indios feroces,
cientos y cientos de voces
repiten al mesmo son.
Y aquella voz de uno solo,
que empieza por un gruñido,
llega hasta ser alarido
de toda la muchedumbre,
y ansí alquieren la costumbre
de pegar esos bramidos.